domingo, 9 de marzo de 2008

Mitos y leyendas.

(Viene de La Población)

Un hombre, vestido de brillante verde claro, fue llevado una tarde ante la princesa Aylinda.

- ¿Qué sucede?- El paje que lo conducía comenzó a formular la presentación de protocolo, pero la señora lo acalló con un gesto.

- Es a él, a quien le pregunto.

- Señora, yo soy un cantor. Mi arte se ha olvidado, pero yo la he hecho renacer. Mi palabra es dulce, porque evoca la belleza. Los que me escuchan, sueñan placeres infinitos, aman la vida, desean diversiones y halagos sin fin.

- Nuestra población, indigno plebeyo, debe trabajar sin descanso. Vivimos en un mundo pobre y no debe distraerse al vulgo con cántigas y circunloquios. Soñar, ¿para qué? Después querrían bailes, llegarían cansados al campo por la mañana. Encuentro tu profesión peligrosa y, por tanto, criminal. Si los hombres tienen poesía en su alma, serán infieles a su señor. Hemos decretado el fin de la fantasía. No debe haber más música que el latido de los corazones amantes de su Rey. Tú eres cantor. Aunque me digas que no cantarás de hoy en adelante, lo seguirás haciendo. Sembrarías entre los hombres la mandrágora de la imaginación. Debes morir.

- ¡No! Señora mía, no me haga ejecutar. Sea tan graciosa conmigo como ha sido con nuestro reino. Déjeme vivir. Tendrá mi devoción eterna.

- ¡Uhm! Puede ser. Pero, ¿cómo asegurarse? ¡Sigfredo! Encierra al señor en una de las celdas del sótano. Mañana me lo traes después del desayuno.

Al siguiente día, la princesa recibió al cantor en su recámara.

- Sé que creaste un cantar para mí, pensando salvar tu vida. Déjame escucharlo.

- Sí, señora. Usted, en su infinita sabiduría, ha previsto exactamente lo que sucedería. Escuche:

Un Ser Superior necesita el alma
como alma necesitan los hombres.
El soberano, del cielo trajo la calma
y la villa se pobló de pronombres.

La virtud suprema del gran monarca
la desean los villanos en sus hijos.
Blasfema es, propia de heresiarca
pretender crear reyes de canijos.

Brilla entre todas, una princesa
que los sueños de los hombres, convoca.
Es Aylinda, fragante cual camuesa,
de su escudo sobresale como bloca.

- Es realmente malo. Pero conviene. Tienes que explicarme esas palabras y procura no mentir, que las consultaré luego con lo sabios de la corte.

- ¿Qué palabras, señora?

- Camuesa, por ejemplo.

- Es una especie de manzana. En el huerto de mi padre todavía hay. Huele tan maravillosamente que, al llegar su temporada, todos vienen a respirar con nosotros. Los jóvenes se enamoran de solo aspirar su fragancia.

- Bueno, basta. Tampoco sé como es una manzana. Aunque la conozco, de oídas.

-Tome las mías. Verá qué exquisitez. Nada se compara a la finura de su piel, sino la piel de una princesa. Su carne, sólida, se rasga a la mordida acariciando la boca que la besa. No hay pasión que iguale el deleite del néctar que fluye a la garganta del afortunado que mastica su incomparable fruto, sino es el amor de la más galante, hermosa y fina de las señoras, la princesa que deslumbra mis ojos en este momento…

- Detente. Entiendo. Capté la idea. Ya veo que sabes adular. Pasemos a mi recámara.

Pronto se extendió por el reino la especie de que un hombre vulgar, sin más arma que su hablar elegante, se había apoderado de los salones reales. Sus versos corrían de boca en boca y admirarlo se convirtió en signo de fidelidad a la monarquía. Surgieron composiciones apócrifas que trataban de imitar su estilo. Se comentaba muy especialmente una Historia del Mundo que explicaba el surgimiento de un universo isla, rodeado por un mar inaccesible. Contaba el surgimiento de un monarca divino, cumpliendo su obligación de reinar por mandato del Ser Superior. Un Reino en ascenso perpetuo a la perfección, venciendo intrigas, cataclismos naturales y las malas artes del destino, emergía entre las nubes de las rimas que el poeta convertía en credo.

Pronto los pajes dejaron de perseguir el delito de arte poética. Los campesinos, cansados de largas y poco fértiles jornadas de trabajo agobiante, gustaban de escuchar a un vecino, o un adolescente de la familia, que desgranaba lentamente una leyenda cargada de hermosas palabras. Historias alternativas, nuevos mitos persistían, a pesar de la severa censura que impusieron los pajes.

La más persistente y peligrosa era la existencia de un mundo anterior a la dinastía de Atilio Primero, de un mundo exterior al reino, más allá de los mares tremebundos, de un camino para llegar a la costa y de vehículos capaces de transportarse por encima de las aguas. "¡Tonterías!" Exclamaban los sabios. "La tierra todo lo atrae. Hay tierra en el fondo de los mares. No es posible moverse sobre el mar." "El agua de mar despide vapores venenosos." "El único mar que necesitamos es el azul de los ojos de las princesas."

Un hombre regresó, los vestidos rasgados, de una expedición que hizo, contando haberse encontrado una cerca impenetrable, de arbustos espinosos. Sin embargo, el hombre desapareció y pronto él mismo se convirtió en un ser mitológico. Las bolas sobre la selva exterior tomaron tales proporciones, que los pajes decidieron llegado el momento de tomar providencias.

(Continuará con…)

Conmoción en el Reino


 


 


 


 


 


 


 

martes, 29 de enero de 2008

La población

Desde los primeros años de reinado, Atilio I había comprendido la necesidad de utilizar a los plebeyos para contener a los aristócratas. Esto le fue sugerido por un colaborador cercano, que le mostró con ejemplos sencillos la mecánica del poder. "No deben existir fuerzas internas, por muy convenientes que parezcan, que no puedan ser destruidas por otras fuerzas. El poder lo tiene quien sea capaz de desencadenar las reacciones de las distintas capas de la sociedad." "El gobernante no conoce más interés que conservar su dominio. No puede representar a ningún grupo. Todas sus alianzas son efímeras y tiene que cuidarse de ser quien las rompa." "No dejes a un enemigo moribundo, ni a sus herederos vivos."

Comenzó una activa política de aproximación a los villanos, labriegos y artesanos. Todo siervo podía acudir a un paje a presentar una reclamación contra su señor. Proclamándose protector de los plebeyos consolidó las bases de un dominio permanente, sólo destruible desde afuera. Al impedir los castigos más fuertes y las condiciones más inhumanas que podrían destinar los señores a sus siervos, provocó la pérdida de la servidumbre, sin necesidad de imponerlo mediante ukase real. Gracias al espionaje, las medidas arbitrarias, la falta de trabajadores y la incapacidad de los señores para enriquecerse en una situación tan insegura, el Trono emergió como la única fuerza activa en el Reino.

La pobreza se extendió desde las chozas al borde de los campos antiguamente cultivados hacia las mansiones señoriales. Penas crudelísimas se impondrían a quienes atentaran contra la propiedad real o la de alguno de los principales pajes. En cambio, se enviaron recaudadores a las casas de los señores nuevos o antiguos que habían caído en desgracia por razones intricadas, con órdenes de decomiso de todo bien transportable. Éstos se repartían entre los sectores más necesitados, consiguiendo una notable disminución de la mortalidad por causas relacionadas con la miseria extrema. Por otra parte, la dinámica social se volvió incomprensible. Nadie en el Reino podía presumir de haber encontrado un método para prosperar. El cultivo de la tierra y la cría de animales, vías tradicionalmente seguras aunque lentas fueron intentadas una y otra vez, con persistencia animal y siempre tropezaban con sucesos o nuevas reglas que inutilizaban el intento.

A pesar de la inconveniencia, y de algunos fiascos atribuidos a malas interpretaciones, terminó por imponerse como norma de conducta la de no hacer nada sin una orden real transmitida a través de los pajes. Al Rey le encantaba la caridad y podía ser espléndido con sus súbditos empobrecidos.

Con los años, la antigua solvencia se convirtió en una leyenda sin fundamento. Cuando dejaron de perseguir a los agricultores, habían desaparecido las especies cultivables comunes y los animales susceptibles de utilizarse como ganado. A pesar de haber vivido el período de paz más largo que se conociera, el Reino parecía siempre acabado de salir de una devastadora guerra.

En el Virreinato, las cosas debían cambiar. "Debemos ocuparnos de la Población." Decían las Princesas. "Ahora nos toca a los jóvenes." Decía Etyán.

Se habían repartido el país en provincias y eran los únicos intercesores en sus territorios respectivos. Aunque pendientes de la supuesta aprobación del monarca, su autoridad era indiscutida. Las virreinas se esforzaban por superar a Etyán, que había conseguido éxitos notables gracias a los consejos de un grupo de amigos a los que solía llamar "la cámara". Estos éxitos se basaban en algunas disposiciones que implantó con energía inagotable: primero, declarar obligatorio el trabajo para toda la "población" so pena de ser privados de los alimentos que graciosamente el Virrey repartía cada lunes. Segundo, entregar terrenos en parcelas equivalentes a todas las familias seleccionadas para ello por el número de hijos varones y la edad de los padres. Estas familias debían cultivar verdolaga, habichuelas y zanahorias, únicos que habían podido ser "rescatados" y entregar cuotas elevadas a los recaudadores que los repartirían a toda la población. La tercera disposición fue fomentar la cría intensiva de garzas, cuervos y cigüeñas, ya que no fue posible encontrar animales de pelo para iniciar la ganadería. A pesar del escepticismo y las burlas solapadas de algunos guasones, en pocos años hubo aves suficientes para alejar la hambruna. Nuevas tradiciones de alta cocina permitieron encontrar recetas y sazones que corrieron de mano en mano. La abundancia de ejemplares y las técnicas de recolección de huevos, suplieron ventajosamente la delgadez de las extremidades y la pechuga de aquellas aves.

Como los súbditos se reproducían lentamente, el reino estaba envejeciendo. Quedaban pocas casas antiguas, muchas tradiciones y conocimientos habían perdido su utilidad y desaparecieron sin dejar rastro. Pocos recordaban aún su origen familiar, su estatus anterior al nuevo reino. Señores, artesanos, campesinos, siervos y pajes se habían fundido en un único grupo: la Población. El club de los pajes se mantenía un escalón por encima del resto, pero la frecuencia de sus defenestraciones no les permitía formar una capa diferenciada. Sólo vivían de forma distinta la familia real y un pequeño grupo de cortesanos estables. El único lugar donde quedaban cerdos, venados y pollos, era la finca del monarca, en cuyo huerto había vegetales exóticos ya olvidados completamente por la población.

Una mañana, el monarca no pudo presentarse al desayuno. Las Princesas Primorosas y Etyán, obligados por real voluntad, desayunaron sin su presencia. Después, se dirigieron a los aposentos del soberano, pero éste había dado órdenes de no permitirles la entrada. Etyán convocó a las mujeres en el jardín.

- ¿Alguna de ustedes sabe qué pasa?

- Yo creo que papi está muy enfermo. Si no, no nos hubiera dejado sin saber qué pasa.

- ¿Qué hacemos?

- Por ahora, seguir como si nada. Él debe comunicarse con nosotros.

- No, no. No podemos perder tiempo. Hay que saber. ¿Tenemos a alguien que pueda darnos noticias?

- El médico. Esperen… ¡Yasmín! ¿Has visto al Barajbe?

- No. Nadie lo ha visto.

- Debe estar con el Rey.

- ¡Voy a entrar!

- Mejor, no. ¿Si está bien y no quiere que lo molesten?

Después de un rato de deliberaciones, se retiraron. Pero a media tarde, sin acordarlo, estaban de regreso. El Rey continuaba sin dejarse ver.

(Continúa con…)

Mitos y leyendas.

domingo, 27 de enero de 2008

Las Princesas Primorosas.

El Rey no tenía Reina y, debido al aislamiento, no podría encontrarse candidata de igual rango con quien desposarlo. Numerosos señores hubieran entregado gustosos a sus hijas de haber sido requeridas, pero el monarca no había mostrado interés por casarse y los nobles se guardaban bien de permitirle aquilatar la belleza de sus retoños ante el peligro de que las arrebatase, para deshonra suya.
Fue una sierva, hija del montero de una de sus fincas favoritas, la primera en presentarse en Palacio cargando una criatura que alegaba indiscutible creación del Señor coronado y que fue admitida por el Rey, con un simple gesto. La Princesa Aylinda agregó una rama al árbol genealógico, vacío hasta el momento, de Su Majestad. Eso no ayudó mucho a su madre, que fue alejada de su hija cuando ésta dejó de alimentarse de los pechos de su madre, siendo entregada a una institutriz versada en las artes oscuras. La niñera consiguió atraer la atención del monarca, al que dio un heredero, el príncipe Benjamín y dos princesas más, sin haber llegado nunca al matrimonio. La princesa Aylinda enviudó y su hijo mayor Etyán se consideraba el segundo en la línea sucesoria.
El Rey se casó con gran pompa con Julia, nieta sobreviviente del Usurpador y ella, a pesar de sus grandes ancas y generosos pechos, nunca le dio un hijo. Durante sus primeros años, el rey engendró dos hijas en el vientre de dos de sus damas de compañía.
Las princesas, a las que el vulgo adulador llamaba Primorosas, eran feas de verdad; y de carácter desapacible. Todas se casaron y perdieron a sus esposos quedándose con una oleada de chiquillos que destrozaban la dignidad del palacio. Los cortesanos hubieron de acostumbrarse a los chillidos y las bromas pesadas de los pequeños, que llegaron a la pubertad con instintos irrefrenables.
Un dignatario, ultrajado por un joven de doce años nombrado Many, hijo de la más pequeña de las princesas, se volvió iracundo contra él. Reaccionó a tiempo, sin llegar a tocar el pomo de su sable. Pero fue visto, y uno de los pajes que estaba en el salón, le ordenó presentarse de inmediato ante la Princesa Maggy. Tembloroso, seguido por el paje y el niño, el hidalgo acudió con la cabeza baja al encuentro de la Señora.
- Disculpe, Señora, mi movimiento impulsivo. No pude contener la irritación que me causó el aguijonazo que su hijo tuvo a bien producir en mi espalda.
- ¿Has osado amenazar al Príncipe?
- No, señora. Fue solo un movimiento involuntario. Nunca más sucederá.
Many, situado detrás del aristócrata y en poder aún del aguijón, repitió el golpe. El hombre, vuelto a sorprender, lanzó una exclamación, pero no se atrevió a volverse. La sangre corría por sus pantalones.
- Su Alteza Real, la exclamación ha sido por causada por mi sorpresa. No es en modo alguno en menoscabo del respeto que me honro en profesarle.
- No has dicho aún lo que esperaba oír. Eres un súbdito irrespetuoso y probablemente poco leal. Hablaré con Su Majestad del asunto.
- ¡Perdóneme, por Dios! ¡Soy un súbdito fiel! ¡Tome mis tierras, mis castillos, mis sirvientes! ¡Todo se lo doy!, pero no dude por un instante de mi fidelidad.
- Me parece un buen arreglo. No obstante, te dejaré las tierras del pantano sur. Pero deberás traerme a tu hijo mayor para enseñarle modales en la corte.
Con el tiempo, los patricios se fueron alejando de Palacio. Las Princesas constituyeron una cámara de gobierno cuya devoción por el monarca no tenía resquicios. A su vez, los nietos se fueron colocando en posiciones estratégicas en el ejército, la seguridad y la economía. Un grupo de jóvenes descendientes de aristócratas permanecían a disposición de la familia real, garantizando con su presencia la aquiescencia de sus padres.
El Príncipe Benjamín falleció muy joven, dejando sin consuelo a sus alegres amigos de farras. Esto decidió a su padre a legitimar la situación de las Princesas Primorosas como herederas colectivas del reino y a fortalecer su autoridad en las labores de gobierno. Por tanto, haciendo uso de su condición de indiscutible y eterno Señor del reino, coronó a sus hijas como Virreinas y a Etyán como Virrey.
Se replegó a un castillo rodeado de espesos bosques, dedicándose exclusivamente a disfrutar de los placeres que su cuerpo le permitía aún. Un paje fiel y bien enterado se ocupaba de mantenerlo al tanto de los sucesos del reino. Esperando que sus hijas no pelearan entre sí, impuso la regla del desayuno real. Inviolablemente debían reunirse cada día a las nueve de la mañana y conversar de los asuntos del país. El Rey conservaba las buenas relaciones entre las Virreinas y las sorprendía con su conocimiento exacto de las intrigas que se preparaban y las estrategias que garantizarían la paz y el buen orden.
(Continuará con…)
La población del reino.

viernes, 30 de noviembre de 2007

La Cuestión de los Pajes

Un paje, al que hasta entonces no había notado, se acercó a su lecho y le susurró. "Señor, despierte. Es necesario que me escuche. Su vida está en riesgo." Atilio reprimió el impulso de sacar la espada escondida entre las sábanas. "¿Qué sucede?" "Enseguida le explico, venga conmigo." Mientras el monarca y su lacayo se escondían detrás de una puertecilla disimulada junto al espejo, otros dos pajes colocaron en la cama un cuerpo exánime y lo cubrieron ligeramente. Se retiraron y al cabo de un instante, penetró un hombre sigiloso en la habitación. Al ver el cuerpo en la cama, sacó un pesado espadón y arremetió contra él. Todavía estaba acuchillando al cadáver cuando aparecieron varios soldados traídos por dos pajes y capturaron al regicida.
Una semana después, los cuerpos sin vida de cinco aristócratas iniciaban un período al que se le llamó "la purificación del Reino" en el cual perdieron bienes, posición y hasta la vida, numerosos antiguos nobles y nuevos barones y plebeyos que se vieron involucrados en la conspiración.
Eran los primeros años de Atilio y no podía darse el lujo de ser débil. La integridad de la Nación estaba en juego. Llamó al paje.
- Explícame lo de la otra noche.
- ¡Señor, necesito que usted me asegure que no le va a pasar nada a ninguno de mis colaboradores!
- ¿Y estás tan seguro de que no te va a pasar nada a ti?
- No, señor. Confío en su grandeza, su Majestad.
- Bueno, si tus "colaboradores", como los llamas, no han intentado nada en contra mía, no les pasará nada. Te lo aseguro.
- Me di cuenta, su Majestad, de que un grupo de dignatarios conspiraban para deponerlo cuando escuché una conversación que sostenían dos de ellos en los jardines del Palacio Real. Sucedió durante mi primera semana en la servidumbre, no me conocía nadie y tuve que ingeniármelas para poner a mi servicio a los pajes de los dos señores, y que me mantuvieran informado de sus movimientos. A medida que avanzaba la conspiración, yo aumentaba mi red de control, incluso dentro del Palacio. Gracias a ese grupo de abnegados seguidores, usted pudo desbaratar con éxito fulminante la trama regicida.
- ¿Cómo es tu nombre?
- Etuán, su Majestad.
- Bien, Etuán. Y ¿cómo te convertiste en mi paje?
- No, señor, no lo soy. Para servirle en esta ocasión le pedí a mis asistentes que retuvieran a sus servidores inmediatos.
- ¿Cuán extensa es tu red?
- Tengo unos trescientos hombres secretamente a mi mando. Puedo extenderla sin consumir recursos del Reino, pero si crece demasiado, empezarán los rumores y puede salir a la luz.
- Conserva esos hombres y aumenta la red hasta donde puedas con las condiciones actuales.
El poder de Etuán, salido de la oscuridad, creció en los siguientes meses, hasta convertirse en uno de los factores más importantes de la monarquía. La maledicencia le otorgaba razones inauditas: desde poseer secretos de la vida pasada del soberano, hasta el mesmerismo y la brujería.
Etuán se consolidó cuando lo nombraron Ministro del Orden. Y el Rey aprobó, por Ucase Regio, que todo paje personal debía ser contratado a la Agencia Real Pajera y que todo señor cuya renta anual sobrepasase los seiscientos adarmes tendría la obligación de contratar al menos un sirviente de la agencia.
Una tras otra abortaban las conspiraciones. La antigua aristocracia, la nobleza venida a menos, los primeros barones, los grandes arquitectos, los albañiles de las murallas, fueron traicionando en su oportunidad. Los pajes construyeron sus palacios, se casaron con las hijas de los señores ejecutados, se vieron en la obligación de contratar pajes y conspiraron a su vez.
Un buen día el Señor Ministro del Orden fue descubierto conspirando. El Rey se vio en la obligación de ordenar al verdugo que lo decapitase. Lo hizo secretamente y con dolor, porque había llegado a quererlo y porque era padre de tres de sus nietos.
Ya los pajes no eran necesarios, podían ser incluso peligrosos. Pero su leyenda sirivió para mantener la tranquilidad del Reino. El monarca nombró a su hijo mayor, Ministro del Orden, el cargo más importante del estado. Crearon nuevas agencias pajeras, sin disolver la agencia de Etuán. Nuevas leyes forzaron la contratación de pajes en cada una de las agencias, de manera que un dignatario debía tener al menos cuatro pajes a su servicio representando a tres agencias como mínimo.
Había pajes que trabajaban en dos o tres agencias y tenían igual número de señores. Pajes que eran señores de sus señores. Pajes que debían informar a sus señores de las actividades de ellos mismos. Auto-pajes.
Acabaron por surgir los pajes fantasmas. Pagando una cuota adicional, se obtenía documentación completa de cumplimiento de los requisitos pajeros, sin necesidad de hacer efectivo tal empleo. Muchos señores se acogieron a dicho sistema, interpretando los pagos a las cuatro agencias como impuestos novedosos que abonarían sus vasallos, más baratos desde que no podían escapar.
Los informes de inteligencia pasaron a ser anónimos y el nuevo Ministro del Orden encargó a cuatro lectores la interpretación y el análisis de las denuncias recibidas.
(Continuará con…)
Las Princesas Primorosas.

El Reino

Un guerrero, al frente de su tropa de valientes barones, tomó el palacio real, coronando su conquista del reino. El Rey, sospechoso del asesinato de su hermano para usurpar el Trono, había huido, dejando a sus hombres por su cuenta y terminando una breve dinastía y una época de reinados ineptos tumultuosamente concluidos en medio de levantamientos, revoluciones o golpes de estado.
El Guerrero era un hombre culto e inteligente que no estaba dispuesto a repetir los errores de los reyes. Al principio, pensó proclamar la República, decisión compleja y peligrosa que rechazó después de profunda meditación: la convocatoria a constituyente pudiera ser vista por los señores de los reinos vecinos como signo de debilidad y pudiera poner en peligro la integridad de la nación. Por otra parte, el título de Rey le atraía demasiado para no coronarse. Además, sus súbditos entendían la obediencia que se le debe al Rey y esa era la mejor forma de conservar el poder. De modo que hizo lo que era de esperar que hiciese: se coronó con gran pompa con el nombre de Atilio Primero, invitando a los grandes de los estados y las iglesias, a los señores de su reino; y a los hombres y mujeres más famosos del mundo.
Algunos no acudieron al convite, pero eso no aminoró la pompa de la celebración. Hubo asistentes que no dejaron de criticarlo o pedirle piedad para criminales que habían servido al Usurpador. En casos convenientes, para probar deferencia, les permitió que, al partir, se llevaran a algunos de los condenados hacia tierras lejanas. Claro, sus bienes no les fueron devueltos.
Los señores del antiguo régimen habían apoyado al Usurpador y fueron despojados de su señorío. Los barones del ejército ocuparon sus lugares, y todo parecía que iba a tomar el cauce, conocido y poco problemático, de los reinados anteriores. Pero el nuevo Rey no era fácil de contentar, algunos decía que por las almorranas, y otros, por el recuerdo de una traición de familia; el caso es que era muy exigente. Sus arrebatos ante cualquier error ajeno provocaban apoplejías a sus ayudantes.
Poco a poco, todo el Reino fue cambiando para ponerse a los pies del nuevo Rey. Como él era un hombre brillante, hermoso, orador fecundo y dotado de un espíritu indómito e inagotable, generaba un sometimiento voluntario, producto híbrido del miedo y la fascinación.
La Muralla.
Es muy difícil mantener un Reino ordenado en un entorno republicano. Al principio, las naciones que rodeaban al Reino eran pequeños países agrarios y bastó activar las fronteras para que perdieran su influencia. Los siervos pertenecen naturalmente a su Señor y, al levantar las cercas, no hubo que lamentar muchas separaciones familiares.
Sin embargo, con el tiempo, empezaron a aparecer roturas en las cercas y los nobles a quejarse de que perdían a sus operarios jóvenes más capaces que escapaban a las naciones vecinas.
Un día, alguien irrumpió en la sala del Trono, gritando:
- ¡Invasión! ¡Regresan los señores!
Todos los concurrentes habían recibido sus señoríos del nuevo Rey y se sintieron consternados. El Rey, en cambio se alegró. Sus espías informaban cada paso del enemigo y este ataque prematuro era perfecto para sus propósitos.
Adaptó una pose heroica.
- ¡Resistiremos hasta el final! ¡Por el honor del Reino que lucharemos hasta el último hálito de vida! ¡Declaramos el Estado de Guerra!
Los Señores habían roto la cerca y venían a caballo, seguidos por cientos de siervos que regresaban para reunirse a sus familias o a buscarlas y por muchos otros que preferían a sus displicentes y descuidados dueños antiguos. Los Grandes de la Frontera no presentaron combate, y la guerra parecía un desfile militar.
El Rey habló ante las cortes:
- ¡Queridos compatriotas! He adoptado las disposiciones necesarias para rechazar la invasión zombi. Tenemos un ejército bien preparado, al que secunda en pleno la nación, y hemos comprado todas las armas necesarias para triunfar. En estos momentos se dirigen hacia el Norte para entrar en combate con los más modernos medios de que disponemos. Es la hora de anunciarles nuestra alianza con el Gran Imperio Lejano, el cual nos ha apoyado en la preparación para enfrentar al enemigo y nos ayudará luego en la Reconstrucción del País.
La invasión fue derrotada en poco tiempo, muchos invasores murieron en el acto, o ejecutados por traición a Su Majestad; la mayoría huyó y, los que no fueron capturados, se retiraron a las Selvas Centrales donde vivieron como salvajes, escapando siempre a las continuas incursiones de los ejércitos del Rey, pereciendo en las incesantes escaramuzas. Los prisioneros engrosaron las filas de los siervos de barones cuyas tierras estaban alejadas de la frontera.
Entonces, El Rey dijo:
- Para protegernos de los ataques del enemigo, elevaremos nuestra capacidad defensiva. Además de las armas, debemos tener una frontera infranqueable. Construiremos una Muralla que nos mantenga seguros.
Miles de hombres fueron llamados a la construcción de la Muralla Máxima. Muchos más, a su protección. A todos les dieron ropas nuevas, armas a los Protectores del reino y herramientas a los Constructores. Para mantenerlos vestidos, abrigados, saludables y bien nutridos se ordenaron requisas, confiscaciones, y nuevos impuestos. Por orden del rey se fundaron escuelas de artesanos, médicos y cocineros. Grandes extensiones de tierra fueron destinadas al cultivo de alimentos para los miles de albañiles, carpinteros, maestros y soldados que trabajaban en la frontera.
La muralla, construida sin plano, fue creciendo en todas partes. Un día, el Arquitecto en Jefe de la Muralla del Norte proclamó que su sección sería la más alta del país. Esto fue replicado por el Vicearquitecto del Oeste, que anunció que su sección sería, no solamente más alta, sino más bella e invulnerable, además de costar menos, ya que en la mitad superior, los bloques estaban dispuestos de forma alternada, dejando pasar el viento sin peligro. Pronto comenzó una carrera desenfrenada entre los constructores, que terminaron encerrando al país con una pared que se perdía en las alturas, plagada de extraños caprichos arquitectónicos. Sin puertas. Haría olvidar a generaciones, la existencia de un mundo exterior.
La muerte acompañó al muro desde el inicio. Accidentes laborales, suicidios, intentos de fuga frustrados, todos terminaban sin ceremonia en alguno de los cuatro cementerios que se habían creado cerca de los barrios de los constructores. No se hablaba de ellos más que en voz baja, luego de mirar alrededor en busca de oídos extraños. Una vez terminada la obra, se construyeron otras dos cercas, reforzadas con alambre espinoso y cactos, que evitaban que curiosos, parejas de enamorados o escapistas se acercaran a la muralla. Antes, movilizaron a maestros pintores que dieron a la pared la apariencia del mar, de aguas turbulentas y costas agrestes, que mantuviera alejados, hasta en el pensamiento, a los súbditos de la frontera.
Los años habían transcurrido rápidamente. El Rey ya no era aquel guerrero gallardo de palabra fácil y pensamiento rápido. Ya su pueblo no construía una barrera con que protegerse del mundo, si no para que nadie escapase. Porque la construcción de la muralla había agotado los recursos del reino. Y cuando la dieron por concluida, muy pocos recordaban cómo había empezado todo. Se hacían historias de la forma en que vivían antes, algunos con nostalgia de la buena comida, los fértiles campos o las doncellas hermosas y bien calzadas, y otros con temor por la falta de trabajo o la inestabilidad por las continuas guerras intestinas que libraban los señores.
El Gran Imperio Lejano había desaparecido, derrotado por sus numerosos enemigos. Los que aún recordaban el tiempo de la construcción del Muro insistían en convencer a los demás de la existencia de un universo exterior. Cayeron en el descrédito a causa de su aspecto miserable y del énfasis fanático con que molestaban a todos con sus supuestas demostraciones. El tiempo fue poniendo aún más lejanas las paredes del muro, invisible e inalcanzable, que se escondía tras sucesivas alambradas cubiertas de espinosas enredaderas.
(Continuará con…)
La cuestión de los Pajes.