domingo, 9 de marzo de 2008

Mitos y leyendas.

(Viene de La Población)

Un hombre, vestido de brillante verde claro, fue llevado una tarde ante la princesa Aylinda.

- ¿Qué sucede?- El paje que lo conducía comenzó a formular la presentación de protocolo, pero la señora lo acalló con un gesto.

- Es a él, a quien le pregunto.

- Señora, yo soy un cantor. Mi arte se ha olvidado, pero yo la he hecho renacer. Mi palabra es dulce, porque evoca la belleza. Los que me escuchan, sueñan placeres infinitos, aman la vida, desean diversiones y halagos sin fin.

- Nuestra población, indigno plebeyo, debe trabajar sin descanso. Vivimos en un mundo pobre y no debe distraerse al vulgo con cántigas y circunloquios. Soñar, ¿para qué? Después querrían bailes, llegarían cansados al campo por la mañana. Encuentro tu profesión peligrosa y, por tanto, criminal. Si los hombres tienen poesía en su alma, serán infieles a su señor. Hemos decretado el fin de la fantasía. No debe haber más música que el latido de los corazones amantes de su Rey. Tú eres cantor. Aunque me digas que no cantarás de hoy en adelante, lo seguirás haciendo. Sembrarías entre los hombres la mandrágora de la imaginación. Debes morir.

- ¡No! Señora mía, no me haga ejecutar. Sea tan graciosa conmigo como ha sido con nuestro reino. Déjeme vivir. Tendrá mi devoción eterna.

- ¡Uhm! Puede ser. Pero, ¿cómo asegurarse? ¡Sigfredo! Encierra al señor en una de las celdas del sótano. Mañana me lo traes después del desayuno.

Al siguiente día, la princesa recibió al cantor en su recámara.

- Sé que creaste un cantar para mí, pensando salvar tu vida. Déjame escucharlo.

- Sí, señora. Usted, en su infinita sabiduría, ha previsto exactamente lo que sucedería. Escuche:

Un Ser Superior necesita el alma
como alma necesitan los hombres.
El soberano, del cielo trajo la calma
y la villa se pobló de pronombres.

La virtud suprema del gran monarca
la desean los villanos en sus hijos.
Blasfema es, propia de heresiarca
pretender crear reyes de canijos.

Brilla entre todas, una princesa
que los sueños de los hombres, convoca.
Es Aylinda, fragante cual camuesa,
de su escudo sobresale como bloca.

- Es realmente malo. Pero conviene. Tienes que explicarme esas palabras y procura no mentir, que las consultaré luego con lo sabios de la corte.

- ¿Qué palabras, señora?

- Camuesa, por ejemplo.

- Es una especie de manzana. En el huerto de mi padre todavía hay. Huele tan maravillosamente que, al llegar su temporada, todos vienen a respirar con nosotros. Los jóvenes se enamoran de solo aspirar su fragancia.

- Bueno, basta. Tampoco sé como es una manzana. Aunque la conozco, de oídas.

-Tome las mías. Verá qué exquisitez. Nada se compara a la finura de su piel, sino la piel de una princesa. Su carne, sólida, se rasga a la mordida acariciando la boca que la besa. No hay pasión que iguale el deleite del néctar que fluye a la garganta del afortunado que mastica su incomparable fruto, sino es el amor de la más galante, hermosa y fina de las señoras, la princesa que deslumbra mis ojos en este momento…

- Detente. Entiendo. Capté la idea. Ya veo que sabes adular. Pasemos a mi recámara.

Pronto se extendió por el reino la especie de que un hombre vulgar, sin más arma que su hablar elegante, se había apoderado de los salones reales. Sus versos corrían de boca en boca y admirarlo se convirtió en signo de fidelidad a la monarquía. Surgieron composiciones apócrifas que trataban de imitar su estilo. Se comentaba muy especialmente una Historia del Mundo que explicaba el surgimiento de un universo isla, rodeado por un mar inaccesible. Contaba el surgimiento de un monarca divino, cumpliendo su obligación de reinar por mandato del Ser Superior. Un Reino en ascenso perpetuo a la perfección, venciendo intrigas, cataclismos naturales y las malas artes del destino, emergía entre las nubes de las rimas que el poeta convertía en credo.

Pronto los pajes dejaron de perseguir el delito de arte poética. Los campesinos, cansados de largas y poco fértiles jornadas de trabajo agobiante, gustaban de escuchar a un vecino, o un adolescente de la familia, que desgranaba lentamente una leyenda cargada de hermosas palabras. Historias alternativas, nuevos mitos persistían, a pesar de la severa censura que impusieron los pajes.

La más persistente y peligrosa era la existencia de un mundo anterior a la dinastía de Atilio Primero, de un mundo exterior al reino, más allá de los mares tremebundos, de un camino para llegar a la costa y de vehículos capaces de transportarse por encima de las aguas. "¡Tonterías!" Exclamaban los sabios. "La tierra todo lo atrae. Hay tierra en el fondo de los mares. No es posible moverse sobre el mar." "El agua de mar despide vapores venenosos." "El único mar que necesitamos es el azul de los ojos de las princesas."

Un hombre regresó, los vestidos rasgados, de una expedición que hizo, contando haberse encontrado una cerca impenetrable, de arbustos espinosos. Sin embargo, el hombre desapareció y pronto él mismo se convirtió en un ser mitológico. Las bolas sobre la selva exterior tomaron tales proporciones, que los pajes decidieron llegado el momento de tomar providencias.

(Continuará con…)

Conmoción en el Reino


 


 


 


 


 


 


 

martes, 29 de enero de 2008

La población

Desde los primeros años de reinado, Atilio I había comprendido la necesidad de utilizar a los plebeyos para contener a los aristócratas. Esto le fue sugerido por un colaborador cercano, que le mostró con ejemplos sencillos la mecánica del poder. "No deben existir fuerzas internas, por muy convenientes que parezcan, que no puedan ser destruidas por otras fuerzas. El poder lo tiene quien sea capaz de desencadenar las reacciones de las distintas capas de la sociedad." "El gobernante no conoce más interés que conservar su dominio. No puede representar a ningún grupo. Todas sus alianzas son efímeras y tiene que cuidarse de ser quien las rompa." "No dejes a un enemigo moribundo, ni a sus herederos vivos."

Comenzó una activa política de aproximación a los villanos, labriegos y artesanos. Todo siervo podía acudir a un paje a presentar una reclamación contra su señor. Proclamándose protector de los plebeyos consolidó las bases de un dominio permanente, sólo destruible desde afuera. Al impedir los castigos más fuertes y las condiciones más inhumanas que podrían destinar los señores a sus siervos, provocó la pérdida de la servidumbre, sin necesidad de imponerlo mediante ukase real. Gracias al espionaje, las medidas arbitrarias, la falta de trabajadores y la incapacidad de los señores para enriquecerse en una situación tan insegura, el Trono emergió como la única fuerza activa en el Reino.

La pobreza se extendió desde las chozas al borde de los campos antiguamente cultivados hacia las mansiones señoriales. Penas crudelísimas se impondrían a quienes atentaran contra la propiedad real o la de alguno de los principales pajes. En cambio, se enviaron recaudadores a las casas de los señores nuevos o antiguos que habían caído en desgracia por razones intricadas, con órdenes de decomiso de todo bien transportable. Éstos se repartían entre los sectores más necesitados, consiguiendo una notable disminución de la mortalidad por causas relacionadas con la miseria extrema. Por otra parte, la dinámica social se volvió incomprensible. Nadie en el Reino podía presumir de haber encontrado un método para prosperar. El cultivo de la tierra y la cría de animales, vías tradicionalmente seguras aunque lentas fueron intentadas una y otra vez, con persistencia animal y siempre tropezaban con sucesos o nuevas reglas que inutilizaban el intento.

A pesar de la inconveniencia, y de algunos fiascos atribuidos a malas interpretaciones, terminó por imponerse como norma de conducta la de no hacer nada sin una orden real transmitida a través de los pajes. Al Rey le encantaba la caridad y podía ser espléndido con sus súbditos empobrecidos.

Con los años, la antigua solvencia se convirtió en una leyenda sin fundamento. Cuando dejaron de perseguir a los agricultores, habían desaparecido las especies cultivables comunes y los animales susceptibles de utilizarse como ganado. A pesar de haber vivido el período de paz más largo que se conociera, el Reino parecía siempre acabado de salir de una devastadora guerra.

En el Virreinato, las cosas debían cambiar. "Debemos ocuparnos de la Población." Decían las Princesas. "Ahora nos toca a los jóvenes." Decía Etyán.

Se habían repartido el país en provincias y eran los únicos intercesores en sus territorios respectivos. Aunque pendientes de la supuesta aprobación del monarca, su autoridad era indiscutida. Las virreinas se esforzaban por superar a Etyán, que había conseguido éxitos notables gracias a los consejos de un grupo de amigos a los que solía llamar "la cámara". Estos éxitos se basaban en algunas disposiciones que implantó con energía inagotable: primero, declarar obligatorio el trabajo para toda la "población" so pena de ser privados de los alimentos que graciosamente el Virrey repartía cada lunes. Segundo, entregar terrenos en parcelas equivalentes a todas las familias seleccionadas para ello por el número de hijos varones y la edad de los padres. Estas familias debían cultivar verdolaga, habichuelas y zanahorias, únicos que habían podido ser "rescatados" y entregar cuotas elevadas a los recaudadores que los repartirían a toda la población. La tercera disposición fue fomentar la cría intensiva de garzas, cuervos y cigüeñas, ya que no fue posible encontrar animales de pelo para iniciar la ganadería. A pesar del escepticismo y las burlas solapadas de algunos guasones, en pocos años hubo aves suficientes para alejar la hambruna. Nuevas tradiciones de alta cocina permitieron encontrar recetas y sazones que corrieron de mano en mano. La abundancia de ejemplares y las técnicas de recolección de huevos, suplieron ventajosamente la delgadez de las extremidades y la pechuga de aquellas aves.

Como los súbditos se reproducían lentamente, el reino estaba envejeciendo. Quedaban pocas casas antiguas, muchas tradiciones y conocimientos habían perdido su utilidad y desaparecieron sin dejar rastro. Pocos recordaban aún su origen familiar, su estatus anterior al nuevo reino. Señores, artesanos, campesinos, siervos y pajes se habían fundido en un único grupo: la Población. El club de los pajes se mantenía un escalón por encima del resto, pero la frecuencia de sus defenestraciones no les permitía formar una capa diferenciada. Sólo vivían de forma distinta la familia real y un pequeño grupo de cortesanos estables. El único lugar donde quedaban cerdos, venados y pollos, era la finca del monarca, en cuyo huerto había vegetales exóticos ya olvidados completamente por la población.

Una mañana, el monarca no pudo presentarse al desayuno. Las Princesas Primorosas y Etyán, obligados por real voluntad, desayunaron sin su presencia. Después, se dirigieron a los aposentos del soberano, pero éste había dado órdenes de no permitirles la entrada. Etyán convocó a las mujeres en el jardín.

- ¿Alguna de ustedes sabe qué pasa?

- Yo creo que papi está muy enfermo. Si no, no nos hubiera dejado sin saber qué pasa.

- ¿Qué hacemos?

- Por ahora, seguir como si nada. Él debe comunicarse con nosotros.

- No, no. No podemos perder tiempo. Hay que saber. ¿Tenemos a alguien que pueda darnos noticias?

- El médico. Esperen… ¡Yasmín! ¿Has visto al Barajbe?

- No. Nadie lo ha visto.

- Debe estar con el Rey.

- ¡Voy a entrar!

- Mejor, no. ¿Si está bien y no quiere que lo molesten?

Después de un rato de deliberaciones, se retiraron. Pero a media tarde, sin acordarlo, estaban de regreso. El Rey continuaba sin dejarse ver.

(Continúa con…)

Mitos y leyendas.

domingo, 27 de enero de 2008

Las Princesas Primorosas.

El Rey no tenía Reina y, debido al aislamiento, no podría encontrarse candidata de igual rango con quien desposarlo. Numerosos señores hubieran entregado gustosos a sus hijas de haber sido requeridas, pero el monarca no había mostrado interés por casarse y los nobles se guardaban bien de permitirle aquilatar la belleza de sus retoños ante el peligro de que las arrebatase, para deshonra suya.
Fue una sierva, hija del montero de una de sus fincas favoritas, la primera en presentarse en Palacio cargando una criatura que alegaba indiscutible creación del Señor coronado y que fue admitida por el Rey, con un simple gesto. La Princesa Aylinda agregó una rama al árbol genealógico, vacío hasta el momento, de Su Majestad. Eso no ayudó mucho a su madre, que fue alejada de su hija cuando ésta dejó de alimentarse de los pechos de su madre, siendo entregada a una institutriz versada en las artes oscuras. La niñera consiguió atraer la atención del monarca, al que dio un heredero, el príncipe Benjamín y dos princesas más, sin haber llegado nunca al matrimonio. La princesa Aylinda enviudó y su hijo mayor Etyán se consideraba el segundo en la línea sucesoria.
El Rey se casó con gran pompa con Julia, nieta sobreviviente del Usurpador y ella, a pesar de sus grandes ancas y generosos pechos, nunca le dio un hijo. Durante sus primeros años, el rey engendró dos hijas en el vientre de dos de sus damas de compañía.
Las princesas, a las que el vulgo adulador llamaba Primorosas, eran feas de verdad; y de carácter desapacible. Todas se casaron y perdieron a sus esposos quedándose con una oleada de chiquillos que destrozaban la dignidad del palacio. Los cortesanos hubieron de acostumbrarse a los chillidos y las bromas pesadas de los pequeños, que llegaron a la pubertad con instintos irrefrenables.
Un dignatario, ultrajado por un joven de doce años nombrado Many, hijo de la más pequeña de las princesas, se volvió iracundo contra él. Reaccionó a tiempo, sin llegar a tocar el pomo de su sable. Pero fue visto, y uno de los pajes que estaba en el salón, le ordenó presentarse de inmediato ante la Princesa Maggy. Tembloroso, seguido por el paje y el niño, el hidalgo acudió con la cabeza baja al encuentro de la Señora.
- Disculpe, Señora, mi movimiento impulsivo. No pude contener la irritación que me causó el aguijonazo que su hijo tuvo a bien producir en mi espalda.
- ¿Has osado amenazar al Príncipe?
- No, señora. Fue solo un movimiento involuntario. Nunca más sucederá.
Many, situado detrás del aristócrata y en poder aún del aguijón, repitió el golpe. El hombre, vuelto a sorprender, lanzó una exclamación, pero no se atrevió a volverse. La sangre corría por sus pantalones.
- Su Alteza Real, la exclamación ha sido por causada por mi sorpresa. No es en modo alguno en menoscabo del respeto que me honro en profesarle.
- No has dicho aún lo que esperaba oír. Eres un súbdito irrespetuoso y probablemente poco leal. Hablaré con Su Majestad del asunto.
- ¡Perdóneme, por Dios! ¡Soy un súbdito fiel! ¡Tome mis tierras, mis castillos, mis sirvientes! ¡Todo se lo doy!, pero no dude por un instante de mi fidelidad.
- Me parece un buen arreglo. No obstante, te dejaré las tierras del pantano sur. Pero deberás traerme a tu hijo mayor para enseñarle modales en la corte.
Con el tiempo, los patricios se fueron alejando de Palacio. Las Princesas constituyeron una cámara de gobierno cuya devoción por el monarca no tenía resquicios. A su vez, los nietos se fueron colocando en posiciones estratégicas en el ejército, la seguridad y la economía. Un grupo de jóvenes descendientes de aristócratas permanecían a disposición de la familia real, garantizando con su presencia la aquiescencia de sus padres.
El Príncipe Benjamín falleció muy joven, dejando sin consuelo a sus alegres amigos de farras. Esto decidió a su padre a legitimar la situación de las Princesas Primorosas como herederas colectivas del reino y a fortalecer su autoridad en las labores de gobierno. Por tanto, haciendo uso de su condición de indiscutible y eterno Señor del reino, coronó a sus hijas como Virreinas y a Etyán como Virrey.
Se replegó a un castillo rodeado de espesos bosques, dedicándose exclusivamente a disfrutar de los placeres que su cuerpo le permitía aún. Un paje fiel y bien enterado se ocupaba de mantenerlo al tanto de los sucesos del reino. Esperando que sus hijas no pelearan entre sí, impuso la regla del desayuno real. Inviolablemente debían reunirse cada día a las nueve de la mañana y conversar de los asuntos del país. El Rey conservaba las buenas relaciones entre las Virreinas y las sorprendía con su conocimiento exacto de las intrigas que se preparaban y las estrategias que garantizarían la paz y el buen orden.
(Continuará con…)
La población del reino.